Por una España que se pueda amar
Amo a España, no lo puedo evitar. Fui criado, como muchos de mi generación, en el amor a la diversa, contradictoria, y no siempre bien avenida familia española.
En la escuela tardofranquista canté el Cara al Sol y el Himno del Legionario, y me enorgullecí como asturiano de haber nacido en la cuna de España, de ser descendiente de Don Pelayo y devoto de la Virgen de Covadonga. A través de mis hermanos mayores, de la universidad del antifranquismo, olí el patchouli del amor libre, los carnés ilegales del PCE, y una modernidad imparable.
Más tarde, ya como adulto, participé del paradójico espíritu españolista de Madrid, al tiempo generosamente inclusivo e insoportablemente cuñado. La lucha de una Asturias empobrecida y periférica por retener su identidad. El orgullo de defender nuestra lengua, la reivindicación rabiosa de que mi madre no “hablaba mal el castellano” porque fuera una paleta de pueblo, mi madre hablaba perfectamente mi lengua materna, el asturiano, una lengua española como cualquier otra.
Y también, de la mano de la rama catalana de la familia, el bilingüismo sereno y totalmente exento de conflicto (por más que se quiera inventar lo contrario desde Madrid), el cariño (con el que como periférico podía identificarme) a la propia identidad lingüística e histórica, y la pelea constante y parece que perdida por un modelo de España al menos espiritualmente federal. Una España cuyas identidades, nacionalidades o como lo quieras llamar, se apoyen mutuamente como iguales uniendo fuerzas, sin necesidad de que nadie oficie de “padre autoritario”. Conversé con el viceconsejero de Educación del Gobierno vasco, que me contó cómo compartían con otras Comunidades Autónomas sus aprendizajes en nuevos modelos de formación profesional, como una comunidad de conocimiento en la que nadie echaba de menos un centro.
Desde el Gobierno central, y también desde Madrid, jamás se ha tenido el menor interés en esa España “espiritualmente federal”, “plurinacional”, o como lo quieras llamar. Se han aferrado al proyecto espiritualmente borbónico y centralista, heredero sin solución de continuidad de la España imaginaria una, grande y libre que el franquismo programó y nunca fue capaz de materializar totalmente allí donde no llegan los libros de texto y la violencia estructural, en el corazón de una gran mayoría de la gente.
Ese modelo afectivo de Estado, que no es fruto de la unión de los pueblos de España sino del expansionismo y el asimilacionismo capitalinos, nunca fue viable, y materialmente lleva tiempo desintegrándose. La propuesta de valor afectiva de la España centralista está en bancarrota histórica, política y social. Es una España acre, confrontacional, antipática y autoritaria. Una España imposible de amar sin mala conciencia.
A ver si os enteráis en Madrid: hace tiempo que esa España no la ama nadie. Y los que la necesitan por interés o inercia de creencias, ni la aman ni la saben hacer amar.
Muchos indepes fueron federalistas, amaron a una España que viniera de la unión entre iguales. Y ese modelo habría sido afectivamente solvente para nosotros los periféricos. Nosotros también habríamos tenido un lugar en él. Pero en los sucesivos gobiernos centrales (con la honrosa excepción de Zapatero que intentó algo de esto en medio de la oposición general) siempre se saboteó este modelo.
La bancarrota afectiva de la España a la que se aferra el Gobierno central es ya completa. En la dimensión afectiva, nadie va a romper España; España lleva rota mucho tiempo. La vergonzante suma de pereza e incapacidad de la izquierda española para reapropiarse los símbolos nacionales, la sonrojante pelea de patio de colegio entre los del procés y la patética reacción coercitiva en lo judicial por parte del gobierno central, solo son manifestaciones externas de esto, el olor de la descomposición de un cadáver.
Los que amamos a España necesitamos un correlato político de ese amor, un correlato político que sea inclusivo, de unión entre iguales, y afectivamente sostenible. El proyecto actual es un zombi político. Su cuerpo funciona, pero se cae a cachos, y no tiene alma, hace tiempo que no la tiene.
No hablo de modelos territoriales en lo organizativo o fiscal. Hablo de modelos afectivos. De que sea viable sin sonrojo amar a España y estar orgulloso de ser español.
No sé si no es ya demasiado tarde. Probablemente lo sea. Probablemente tenga que depositar mis afectos en otro sitio. Ojalá no. Ojalá podamos construir la alternativa.