Haciéndole un “bad lip reading” a nachogil
Tras el último UX Spain, que me perdí un año más (¡no tengo excusa ni perdón!), vi como mi timeline de Twitter se salpicaba de mensajes de este palo:
“Incómoda y necesaria” son precisamente los dos calificativos que más ilusión me haría recibir ante mi próxima charla en Experience Fighters, así que me picó muchísimo la curiosidad.
Y también me entró miedo, claro. Entiéndanme, si Nacho Gil se me ha adelantado en hacer una autocrítica retrancuda del mundo de la Experiencia de Usuario… precisamente él… ¡lo más digno que puedo hacer el día de mi propia charla es ponerme enfermo! (actualización: no me puse malo, hice de tripas corazón y di la charla, tenéis el guión aquí).
Cuando la semana pasada la organización de UX Spain publicó las transparencias de su intervención, mi curiosidad y mi sufrimiento no hicieron sino crecer. Así estaba yo:
El universo respondió a mis quejas materializado en la generosidad del propio nachogil…
…generosidad que si Dios quiere dará lugar a un evento en abierto en Designit el próximo 14 de junio al que no puedo insistir lo suficiente en que asistáis (actualización: ¡moló mucho!)
Pero lo que me lleva a soltar este rollo es que simultáneamente también apareció esto en mi Curious Cat:
—¿Yo gallina?
A continuación me atrevo a intentar adivinar qué contó nachogil en su charla, sabiendo que muy pronto, gracias a su inminente presencia en Designit, podré ver en qué me voy a equivocar. Como perdí el sentido del ridículo hace tiempo, no me importa si mi ejercicio se queda en un “bad lip reading” como este:
Así que salto al escenario para hacer un karaoke desafinado sobre la música de Nacho e intentando adivinar cuál era la letra.
Exención de responsabilidad: las que expreso a continuación no son mis opiniones, son las que especulo que puede tener él. Así que, aunque probablemente no cuele, dejadme que os pida: no pongáis en mi boca las palabras que yo pongo en la suya 😅
¡Allá vamos! Deseadme suerte.
Vosotros sois muy jóvenes para acordaros, pero cuando yo era pequeño ya había una burbuja tecnológica. Sí, sí. Ante la crisis energética del 73, a mucha gente que temía por su estabilidad laboral se le ofrecía entrar en una presunta élite de trabajadores altamente cualificados inmunes al desempleo rampante: los técnicos de reparación de radios y televisores. Si te ponías al día en las tecnologías disruptivas del momento (cuando los modernos circuitos basados en transistores estaban acabando de forma imparable con las omnipresentes válvulas de vacío), no solo tendrías el trabajo asegurado, sino que incluso molarías. Ni que decir tiene que esos cantos de sirena estaban sobreprometiendo un poquito.
A finales de los noventa algunos de mi generación empezamos a oír unos cantos de sirena parecidos. En este caso, más que un canto era un ritmo: el ritmo uniformemente acelerado al que estaba empezando a crecer la internet. Algunos llevábamos desde finales de los ochenta enganchados a la magia de las BBS y nos moríamos de ganas de bailar a ese compás.
No es que previéramos en toda su magnitud las transformaciones que se avecinaban. Como todo el mundo que piensa en el futuro, pensábamos que la internet comercial sería “como el presente, pero con más de todo”: un sitio donde podrías conversar con un número infinito de gente que compartiera tus intereses por raros que fueran, donde encontrarías información contribuida por expertos generosos sobre cualquier tema por poco corriente que pudiera ser, y donde el espíritu de comunidad de afines que se vivía en nuestras BBS se haría global.
Pobrecitos, no sabíamos la que se nos echaba encima.
Aprender a bailar a ese ritmo en ese momento era distinto que ahora. No había un manual para aprender los pasos. Si tu pareja te pisaba un juanete, eso era la señal de que estábamos haciendo algo mal.
Nos pisamos mucho los juanetes.
Aprender a sentirnos cómodos en ese entorno fue complicado, pero nos enseñó, por así decirlo, una meta-habilidad: la de enfrentarnos a cualquier actividad naciente aún sin definición, sin autonarrativa y sin manual de instrucciones, y construirla mientras aprendemos. Recuerdo cuando un entrevistador de Recursos Humanos me preguntó: “¿Alguna vez has hecho algo que no sepas cómo hacer?” y yo le contesté: “De hecho, puedo decir que jamás he hecho nada que sepa hacer. Creo que si tuviera que enfrentarme a la tarea de hacer algo que sí supiera hacer, no sabría cómo hacerlo”. Llámalo “fake it till you make it”, llámalo ahogar en vanidad el complejo de impostor, llámalo enseñar para poder aprender, llámalo buscar desesperadamente dónde compartir perplejidades y soluciones siempre provisionales y cuestionables con tus rivales y compañeros de oficio. Llámalo como quieras. Nos abrimos camino. Nos pusimos a bailar como si no hubiera nadie mirando.
Pasó 2001, la burbuja puntocom estalló, siete años después estalló la burbuja financiera, y muchas de las especies que poblaban aquel ecosistema fueron diezmadas por varios eventos de extinción. Pero algunos sobrevivimos. Probablemente sin otro mérito adaptativo que el de tener la piel razonablemente gruesa.
Bueno, sí, otro mérito adaptativo sí que creo que nos podemos arrogar: el de navegar, cada uno como puede, el equilibrio entre los afectos profesionales y la necesidad de sobrevivir. Dicho de otro modo menos elegante: cuando ha hecho falta, hemos comido mierda. Sabemos a qué sabe. Tenemos cero ganas de volver a consumirla, pero tampoco es una tragedia planetaria que alguna vez haya que comerla de nuevo para salir vivo y poder pelear otro día. Cada uno ha encontrado su línea de equilibrio, siempre provisional y siempre cambiante, a una distancia prudente tanto de la miseria financiera como de la miseria profesional.
Pero las cosas cambian. Desde esa época por la que me niego a sentir nostalgia, la demanda de diseño de experiencias ha ido creciendo al ritmo del crecimiento de los dispositivos conectados y del número de empresas que tomaban conciencia de cómo el canal digital se convertía en el canal principal por el que intercambiar valor con el entorno. Asistimos a una demanda de nuestro oficio sin precedentes. Parece que no nos equivocamos al elegir profesión.
O sí. Porque la demanda crece, pero la oferta también, y probablemente más rápido de lo que garantizaría una oferta de calidad.
Antes de ese fuerte crecimiento, una persona que diseña experiencias no empezó siendo ni mucho menos el que mandaba, pero sí alguien cuya voz llegaba a oírse.
En la segunda mitad de los 2000, los equipos empezaron a crecer y venía gente joven y ávida de conocimientos, a quienes formábamos, o guiábamos para que se autoformaran, con el entusiasmo de alguien que encuentra que no es el único náufrago en su isla.
Pero a medida que nos acercamos a la zona de máxima pendiente de la curva sigmoidal de crecimiento de la profesión, a medida que nos vemos implicados en proyectos cada vez más grandes y más estratégicos, la comunicación se hace más difícil, hay que sistematizar la producción, los liderazgos personales inspiradores van siendo sustituidos por mandos intermedios que se mueven por la lógica de la gestión, y el viejo espíritu empieza a ceder ante la ley de los grandes números.
Por añadidura, de unos años a esta parte ha pasado algo más. Puede que nunca hayamos llegado a contestar de forma plenamente satisfactoria a la eterna pregunta de “cuál es el ROI de lo que hacemos”, pero parece que hay alguien que sí lo sabe. También cabe la posibilidad de que se trate de una moda. Sea por lo que sea, el hecho es que los estudios de diseño de experiencias están siendo absorbidos sistemáticamente por consultoras de negocio, empresas de tecnología, o actores dominantes amenazados de disrupción en sectores de servicios.
No creo que tenga sentido buscarle moraleja a este fenómeno. No es ni bueno ni malo, simplemente es. Ocurre con la fuerza incontestable con la que ocurren las cosas en todo ecosistema.
El efecto del lugar que a nuestros estudios les ha tocado ocupar en esta cadena trófica es que algunos nos vemos atrapados en corporaciones inmensas con decenas de divisiones, donde encontrar la información que hace falta es más difícil que encontrarla a través de internet, y donde el valor de lo que haces está perdido en las profundidades de una gigantesca y voraz máquina de hacer dinero. Un poco como Jonás (o Gepetto) en el estómago de la ballena. Antes nos hacíamos oír, ahora somos una gota en el mar. Si llego a saber eso cuando empecé en esto…
…mejor me habría metido a reparar televisores.
¿Podemos parar este proceso de mediocrización y de pérdida de poder de la gente que diseñamos experiencias, a medida que crece el número de profesionales de forma acompasada con la demanda?
No os quiero mentir: creo que la cosa está difícil si lo que queremos es reempoderarnos. El entorno macroeconómico, con su creciente tasa de desempleo estructural, proporciona una nutrida fuerza de reserva dispuesta a trabajar en lo que sea en las condiciones que sea.
“Sí, pero no están cualificados como nosotros”, pensaréis. “¡Pero no importa, se les forma!”, dicen los directivos de las grandes empresas. Ahora mismo asistimos a una explosión de oferta formativa que “produce” diseñadores de experiencia (o por lo menos, gente con una línea que dice eso en su LinkedIn) a un ritmo anual creciente. Salen con mucha menos experiencia que nosotros los dinosaurios, pero son jóvenes, no les importa cobrar poco, y para colmo ¡tienen un título! ¿Creéis que a los departamentos de Recursos Humanos les importa la diferencia? Dejadme que reformule la pregunta: ¿Creéis que son capaces de percibir la diferencia? Yo me temo que no.
La verdad es que lo que nos ha pasado, nos ha pasado por imbéciles. ¿Cómo hemos permitido acabar tan lejos de los centros de toma de decisiones? ¿Por qué no hemos sabido estar más cerca de la cima?
Creo que lo que pasa es que no hemos sabido aburguesarnos lo suficiente.
Voy a explicarme en lo que quiero decir con eso de “aburguesarnos”.
Rebobinemos hasta la Edad Media. En la sociedad feudal todo estaba muy claro: o eras de la nobleza o eras un siervo. La nobleza, en cuyo vértice estaba el rey, era una oligarquía, una pequeña élite hereditaria que alcanzó su poder con el ejercicio de la violencia y que lo mantiene no solo con el ejercicio controlado de la violencia, sino con la legitimidad sobre el monopolio de su uso que recibía por derecho divino.
En la baja Edad media se produce una disrupción: la disrupción del desarrollo tecnológico y el libre comercio. Esto provoca la entrada de un nuevo poder: el creciente poder económico detentado no por los que monopolizaban la explotación del poco eficiente sector primario, sino por los que habían adquirido conocimientos escasos en torno a los nacientes sectores de la industria, el comercio, y los servicios. Se trataba de los burgueses, que por entonces se parecían a lo que ahora llamamos “profesionales liberales”. Eso es lo que hace quince o veinte años algunos aspiraban a ser: un gremio de profesionales liberales con saberes escasos y codiciados, y un código común (¿una deontología?) que habría cumplido una doble función: por una parte, comprometernos a hacer todos las cosas como Dios manda, y por otra, erigir barreras de entrada que impidieran el desborde de nuestro colectivo profesional por una legión de intrusos formados rápido y mal, o no formados en absoluto.
Ese viejo proyecto de que el diseño de experiencias fuera una profesión liberal, con sus aspectos molones como el prestigio social y los honorarios elevados, y sus aspectos problemáticos como constituir un colegio profesional y “blindarnos” contra la mediocrización poniéndole un “control de acceso” al oficio, ¿era un sueño irrealizable? ¿una distopía oligárquica y elitista que elegimos no materializar? No lo sé. Pero está claro que ese no es el rumbo que hemos seguido.
La mediocrización de la profesión nos ha transformado en obreros. En proletarios. Reemplazables, desempoderados, y a merced de nuestros patrones. Puede parecer antipático pero es así.
Bueno, no exactamente. Hay algo en lo que los obreros, o por lo menos los obreros de antes, eran más listos que nosotros: que ellos unían sus fuerzas, tenían mecanismos persuasivos y coercitivos para mejorar sus condiciones colectivas, y nosotros no los tenemos. Porque somos un no-colectivo, un conjunto desarticulado de copos de nieve únicos, cada uno de nosotros convencido de que tendremos muchas mejores condiciones si competimos entre nosotros y negociamos individualmente con aquellos que contratan nuestros servicios. Empleadores y mesas de compras uno, diseñadores de experiencias cero. Bien jugado, empleadores y mesas de compras, bien jugado. Un mercado perfecto es como una pistola: un tubo con una persona en cada extremo, y con la curiosa propiedad de que es extraordinariamente importante en qué extremo de ese tubo se encuentra cada uno. Y nosotros nos hemos dejado poner en el extremo malo.
No quería deprimiros, pero no he terminado. Aún hay más factores que apuntan a un mal pronóstico en nuestro futuro re-empoderamiento profesional. Por una parte, las interfaces digitales razonablemente buenas están mucho más comoditizadas. Por otra, la aplicación de tecnologías disruptivas por debajo de la línea de visibilidad está demostrando ser ahora mismo una fuente de ventaja competitiva sostenible más radical que la buena interfaz. Amazon no se está comiendo el mundo del comercio minorista por hacer interfaces mejores que el resto, sino por cómo está transformando la logística y la distribución.
Añádele a esto que el avance imparable de la automatización en algún momento afectará a las profesiones creativas como la nuestra, si no eliminando totalmente la necesidad de intervención humana, sí disminuyendo radicalmente el número de horas-persona necesarias para completar un proyecto. Por no mencionar que los avances en procesamiento del lenguaje natural, en wearables, y en internet de las cosas, harán cada vez más innecesario que las interfaces entre las personas y los servicios sean un objeto de diseño. Es posible que las interfaces del futuro no se “diseñen”, sino que se “cultiven”, se “críen”, o se “entrenen”, por así decirlo.
Ante este empeoramiento pronosticado en los factores que apuntan en la dirección de la mediocrización y desempoderamiento de nuestra profesión, ¿qué podemos hacer?
Lo primero: ¡chill!
¿Que nuestra profesión no está evolucionando como soñábamos o proyectábamos? Por eso lo llaman incertidumbre, querido. Y la buena noticia es que los que llevamos un tiempo en esto, estamos bien equipados para movernos en la incertidumbre. ¿Necesitáis prueba de eso? El hecho de que sigamos ahora mismo en pie sobre nuestras dos piernas después de haber pasado por varias crisis, creo que debería ser por sí misma una prueba suficiente.
Lo segundo: reespecialicémonos, aprendamos cosas nuevas, saquémonos nuevos conejos de la chistera. Es hora de que desempolvemos esa meta-habilidad que nos llevó a crear esa profesión de la nada: la de hacer algo sin saber cómo hacerlo. Apliquémosla a los nuevos retos.
Lo tercero: diferenciémonos. Aprendamos a poner en valor nuestras capacidades distintas, frente a las fuerzas de uniformización y mediocrización.
En ese sentido, el de diferenciarse, nuestras compañeras mujeres tienen ya un poco de terreno avanzado en este campo de nabos que ha sido hasta hace nada el diseño de experiencias. Iniciativas como Ladies That UX nos enseñan una posible fórmula: ante la mediocrización general, pequeñas bolsas de solidaridad y empoderamiento mutuo.
Lo cuarto: hagámonos valer. Pongamos un poco de cordura en esta definición actualmente tan calculadamente laxa sobre lo que es o no es el “diseño de experiencias”. Que quede claro que no vale todo, o por lo menos que quien compra diseño de experiencias sepa qué está comprando realmente. Eduquemos a empleadores y mesas de compras en distinguir el producto y comprar con cabeza.
Lo quinto: asociémonos. Esta vez, no (solo) para compartir conocimiento, sino también para ejercer fuerza agregada en el mercado. ¡Diseñadores de experiencia del mundo, uníos!
Haciendo todo eso, ¿tenemos esperanza de reempoderarnos y desmediocrizarnos? No lo sé. Es posible que el nuestro sea un oficio ya irreversiblemente proletarizado, que tengamos que dejar a un lado nuestros sueños de un retiro anticipado, y nos hagamos a la idea de que seguiremos al pie del cañón hasta que se nos caigan los dientes.
Yo, por si acaso, ya lo tengo asumido.
Pero sí tengo una cosa muy clara: lo que es yo, puede que ya sea un proletario de la UX para toda la vida, pero al menos solo me obedezco a mí mismo. Pobre, puede; pero libre, seguro.
Nos vemos en el camino.
Y aquí marco el fin de mi charla, muchas gracias por aguantar la chapa.
Bueno, esto ya está. ¿En qué me habré equivocado? Lo sabré escuchando al propio Nacho el próximo 14 de junio… ¡Apuntaos los que queráis salir de dudas!